Alfonso Cortez / Comunicador social
En los últimos años, la llegada de los sures fríos y lluviosos del invierno cruceño, está asociada a los libros, sus autores, las editoriales, las librerías, las bibliotecas y los cientos de miles de lectores que invaden los pasillos y stands de la fiesta de las letras en el campo ferial de Fexpocruz. Del 29 de mayo al 9 de junio de 2024 se llevará a cabo la 25ª Feria Internacional del Libro de Santa Cruz de la Sierra. La ocasión siempre genera reflexiones y debates sobre el acto de leer en la era de los audiovisuales, las redes sociales, la virtualidad y la inteligencia artificial.
Los padres de familia, imbuidos por la repercusión mediática del megaevento, y con un sentimiento de culpa porque quisieran convertir a sus hijos en grandes lectores y no saben qué hacer para conseguirlo, se acercan a conversar con autores, editores, pedagogos y otras especies parecidas, en busca de guías y consejos.
Mi experiencia como padre —y ahora, como abuelo—, me lleva a recordar la lectura que hacía con los míos —hijos y nieta— los minutos previos a despedirlos al mundo de lo onírico. En esos primeros años, de “contarles cuentos”, me convertía en un narrador de historias. Quizás, era una aptitud que desconocía, pero el placer del asombro que veía en sus tiernos rostros, me inspiraba a hacerlo. Esos pocos minutos compartidos de lectura dramatizada, con la finalidad de recrear el texto, me provocaban una felicidad indescriptible que esperaba con ansias.
En la televisión, las películas, los contenidos electrónicos y los audiovisuales en general, todo está dado, nada se conquista, todo se entrega masticado y resuelto (imagen, sonido, escenarios, música, ambientación…). En cambio, en la lectura hay que imaginar todo eso, la lectura es un acto de creación permanente. Por eso, en estas primeras experiencias del acto de leer, es importante la entonación, el volumen de la voz, los diferentes registros, los silencios, la dramatización que acompaña al relato.
Cuando intentaba inventar —sobre la marcha—, una historia nueva inspirada en algunos de los libros leídos o en alguna vivencia cotidiana, debía concentrarme en los personajes, las situaciones, no confundir las relaciones o enlaces y repetir siempre los finales; porque, así sea medio dormidos, ellos seguían el hilo narrativo y se daban cuenta de mis chapucerías.
Las más de las veces, lo que me pedían era repetir la lectura de cuentos que ya habíamos leído hasta el cansancio. Ellos nunca se cansaban, querían el mismo cuento, una y otra vez. La repetición ayuda al aprendizaje. Los niños refuerzan las palabras e ideas a las que están expuestos, aprenden más sobre la historia y profundizan en su significado. Prefieren la familiaridad, en lugar de la novedad.
En esa etapa, en la que todavía no saben leer, somos responsables de exponerlos a la infinita diversidad de cosas y universos imaginarios, de sumergirlos en la soledad fabulosamente poblada de un lector, de acompañarlos y viajar juntos a mundos ficticios, de gozar con las aventuras de los protagonistas de un relato y de provocarles lo que se conoce como “el apetito del lector”. Uno puede percibir los primeros “síntomas de contagio”, cuando ellos —con el libro en sus manos—, fingen que descifran las palabras y las dicen en voz alta, se les siente la ansiedad por aprender a leer.
El silencio previo al inicio del relato cierra el alboroto y el ruido del día y nos sumerge en la magia que emana de los libros. Ese ritual de lectura de cada noche, al borde de sus camas, es un momento de intimidad sublime, casi un estado de gracia.
Esa ceremonia familiar que, hubiese querido sea eterna, llega un momento en que se acaba y es apenas un nostálgico recuerdo. De ese recuerdo nace este artículo y esperaría que también algunas respuestas, de las muchas preguntas que se harán en la feria del libro.